Creció con Hermética, canta tangos y milita en el cruce: Ana Patané transforma la tradición desde el margen y hace del archivo un manifiesto sonoro contra el olvido.


Del pogo al pañuelo, del escenario al archivo: Ana Patané canta como si en cada verso estuviera invocando a Iorio y a Mercedes Sosa a la vez. Creció con Hermética y ahora lleva su voz por las milongas del sur, mezclando folklore, memoria y una sensibilidad que desarma estereotipos.

Habla de militancia, poesía, heavy metal y sueños con Iorio que parecen mensajes del inconsciente colectivo. Su proyecto es un manifiesto sonoro contra el olvido y canta con la furia de alguien que ya entendió que la memoria no es un acto burocrático sino un grito.

Desde el metal hasta el tango, pasando por el folklore y la canción popular, Ana Patané lleva su voz por territorios tan diversos como improbables. Una geografía que no se revela hasta el último segundo de cada track. En su último proyecto, Ajeno al tiempo, toma canciones del repertorio clásico del metal argentino —Hermética, Logos, Malón— y las traslada a un universo sensible, acústico, a veces tanguero y a veces folklórico, sin que pierdan ni un gramo de potencia.

“Mi identidad musical me la imagino como un arco iris que, cuando se junta, forma una sola luz blanca”, dice. Y esa metáfora, que parece sacada de una charla entre Pink Floyd y Mercedes Sosa, encierra el corazón de una obra que no busca definirse por un género sino por una necesidad: decir algo.

Aunque no se define como metalera, ni como tanguera ni folklorista, reconoce que su adolescencia quedó marcada por la tribu del metal: “Es una época que me dio un sentido de pertenencia. Pero ese arquetipo del metalero que toma vino y come asado no me representa. Me identifico con muchas músicas distintas, y también con ninguna del todo”.

El germen del disco surgió cuando Ana decidió dejar atrás esa postura cerrada del fan que sólo acepta lo suyo. “Versionar a Hermética fue parte de un proceso personal de maduración, de salirme del lugar del metalero intransigente. Cuando era más chica no me lo hubiera permitido. Y quizás tampoco me lo hubieran permitido los demás”. Más allá del cruce de géneros, lo que permanece es el mensaje. “Hay un hilo conductor político y emocional en todo lo que elijo cantar. Tiene que decir algo o generar una emoción. Si no, no me interesa”.

– ¿Qué tienen esas canciones, más allá del sonido, que te permitieron traducirlas en otra estética?

– Hay un hilo conductor político y emocional. Todas esas letras están comprometidas, gritan algo, te dicen algo. Y eso es lo que a mí me gusta cantar. Me gustan los tangos que te cachetean, los temas de folklore que te movilizan, y me gustaba Hermética por eso. Hay una sensibilidad ahí que no está tan lejos de otros géneros más ‘blandos’. La poesía y la mirada crítica. Es una sensibilidad que quizás, por prejuicio, uno no esperaría en un estilo como el metal, y sin embargo está.

– ¿Sentís que hay una reacción distinta en el público según si viene del palo del metal, del tango o del folklore?

– Curiosamente el metalero argentino no lo vivió como un crossover raro. Mucha gente me dijo que en Hermética ya había algo de raíz folklórica. El último tema del último disco es Moraleja, una chacarera. El heavy argentino ya tiene incorporada esa raíz. Me pasó más que les parecía raro a los que venían del tango. Pero al mismo tiempo esa gente es la que más se emociona. Lloran. Me dicen: ‘No sabía que podía llorar con una letra de Hermética’. Esa es la magia del cruce.

«No hay que tener miedo a mezclar. El folklore, el tango, el metal… todos pueden dialogar si hay algo genuino que decir». Fotos: Gentileza de la artista

Acordes en quintas, power chords y técnica de downstroke: no es tarea sencilla pasar de guitarras que rompen cráneos (otro día seguiremos hablando de la mano derecha del Tano Marciello y la institución formativa que resultó ser). Las versiones de Ana tienen arpegios, rearmonizaciones, síncopas, fraseos y otros recursos que matizan muy bien la caja de herramientas clásicas del metal argentino.

– ¿Sentís que hay algo valiente en ser mujer y versionar letras que históricamente circularon en un mundo tan masculinizado como el metal?

– Nunca lo pensé como un acto de valentía. Pero sí siento que las letras cambian de lugar cuando las canta una mujer. Se resignifican. No porque las edulcore, sino porque aparecen otras capas, otra energía. El metalero está acostumbrado a escuchar esas canciones con una energía muy masculina, muy para afuera. Yo las llevo hacia otro lado, sin perder fuerza, pero con otra sensibilidad.

– ¿Qué te pasa hoy al volver a esas canciones que escuchabas a los 13 años, siendo la mujer y la artista que sos hoy?

– Me da mucha ternura. Veo a esa adolescente con sus auriculares caminando sola por Avellaneda, atravesada por un montón de cosas. Me emociona. Y me doy cuenta de que esas canciones me salvaron. Me dieron herramientas para pensar, para sobrevivir, para no caer en la pelotudez. Me ayudaron a no resignarme al mundo como es.

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La raíz no muere, sólo muta

Ana Patané forma parte de una generación de artistas que no se conforma con repetir los moldes de la tradición ni con rechazarla. La cruza, la reformula, la arriesga. En un panorama donde la música de raíz parece ceder terreno ante lo inmediato, Ana apuesta por resignificarla desde el presente. “No hay que tener miedo a mezclar. El folklore, el tango, el metal… todos pueden dialogar si hay algo genuino que decir. No se trata de sonar moderno, sino de sonar honesto”.

Lo que emerge es una sensibilidad nueva. No es que antes no estuviera. Estaba, sí, en las letras, incluso en las más crudas. Pero ahora hay un cambio de foco. “Con las guitarras distorsionadas a veces no se escucha bien lo que se dice. Al llevarlas a un sonido más suave, es como si no quedara otra que prestar atención. Y eso me interesa: que se escuche lo que dicen esas canciones, que generen empatía.”

Y su disco, Ajeno al tiempo, a fin de cuentas, también lo es: un acto de resistencia afectiva y política. Un homenaje a las letras que la formaron. Y un testimonio de que la música argentina, cuando se la deja fluir, rompe prejuicios estéticos y de clase, y encuentra nuevas formas de golpear el pecho.

“Una vez soñé que Iorio me decía: ‘Estás peleando una guerra con armas que ya se usaron’. Y yo le contestaba: ‘Sí, pero las estamos usando de otra manera’. Él no me escuchaba. Pero yo lo decía igual.” Ahí está la clave: que el cruce no sea forzado, sino inevitable. Como si la música —como Ana— se negara a encajar en un solo estante. Y en ese gesto, encontrará su forma más pura.

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